¡Hola! Antes que nada, me presento. Soy Nimphie, de Argentina y tengo 19 años. Escribo desde que tengo 12 y, cómo no, me encantaría ver alguna de mis novelas publicadas. Actualmente estoy trabajando en una novela más bien para adultos (aunque la mayoría de mis lectores sean chicas adolescentes, jeje^^), que estoy publicando aquí: MENFIS.


En esta ocasión les traigo un cuento titulado El Circo Nocturno. Espero que les guste ;)

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Durante el día, LAS BESTIAS dormían agazapadas en sus jaulas oxidadas y envueltas por las tinieblas. Dormían, ajenas al mundo y al hambre. Ajenas al sol, pero dueñas de la noche y sus delicias, divas ofídicas, aterciopeladas y sumisas por añadidura, se vestían de seda y perfumaban su pelaje con las fragancias que disfrazaban el hedor animal...

Muy lejos del hogar de las bestias estaba el sitio donde habían nacido. Las incubadoras permanecían intactas, pero los científicos eran más viejos: sus miradas, más cansadas, sus arranques de furia, más frecuentes. El fracaso era la peor bestia de todas. Los errores se sucedían día a día y la muerte era la única solución, la perfecta escapatoria. Borrón y cuenta nueva en el inventario terrible de las vísceras robadas. La sangre contaminada fluía por el desagüe, ríos escarlata con sabor a desesperación y a cobre podrido.

CHRONE era el miembro más joven de aquella secta de lunáticos y el que tenía en su currículum la mayor cantidad de desgracias. Había dejado ciego a un conejo con la luz de la incubadora. Después de muchos meses, el desdichado animal transgénico había desaparecido. Y luego de cinco años, ya nadie se acordaba de él. Ni siquiera Chrone. El olvido era una bendición, una gracia divina.
Lo mismo había sucedido con un perro hacía veinte años.
Y con el gato hacía quince.
Y con el ratón hacía diez.
Y Chrone estaba seguro de que las cosas serían iguales para aquella infeliz serpiente. Mas no fue así: luego de más de cincuenta años habían logrado un pequeño éxito.
Pero la Desgracia se presentó en los laboratorios aquella noche de invierno, materializada en el fuego que lo arrasó todo. Exigió sacrificio de carne y de sangre y devoró con gula jadeante los metros cuadrados más importantes.
Con denodados esfuerzos y capitales extranjeros, los científicos y los ingenieros reconstruyeron los laboratorios Jezabel. Pero nada era lo mismo. La serpiente había muerto y los datos de su creación ahora eran cenizas.



Una exaltada multitud se arremolinaba bajo la fachada del nuevo salón de la Arkham Avenue. Se llamaba Circus y brillaba con toda la macabra fantasía de su cartel de neón fucsia. Nadie sabía el motivo de aquel nombre y todos querían averiguarlo. Y Chrone también.
Cuando entró, el aroma del incienso le llegó tan sólido como el cuerpo que bailaba sobre el escenario. Era una joven terriblemente hermosa, si es que a la Hermosura no le ofende llevar tal adjetivo. Esbelta, de cabello rubio con reflejos rojos; sus largas piernas desnudas se enredaban entre los lazos de seda como un bebé ahorcándose con el cordón umbilical. Chrone estaba hipnotizado con el brillo de aquella piel, con aquellas pupilas alargadas y con la lluvia sanguinolenta de esos cabellos rojos que se mezclaban en el manantial dorado.
—Se llama TABBY[1] —oyó que decía alguien.

Era el tercer orfanato del que se escapaba y estaba seguro de que nadie lo echaría de menos. Mejor así. Detestaba a todas aquellas mujeres vestidas de negro que se pasaban horas y horas rezando el rosario. Pero mucho más odiaba (y no sin motivos) a aquel tipo que iba una vez por semana para llevárselos a un cuarto oscuro y oír todos sus pecados. Con sus diecisiete años, DEMIAN ya sabía cuáles eran sus pecados favoritos.
—Eres una serpiente –decía siempre aquel hombre. Y Demian sospechaba que tenía razón.

TYPHOON era el dueño y el regente de Circus. Saltándose todo protocolo, solía vérselo detrás de la barra manipulando botellas y vasos con la maestría que es fruto de los años de práctica. Desde que había quemado sus libros de manipulación genética, horrorizado por los experimentos que se llevaban a cabo en los laboratorios clandestinos, se dedicaba a expiar sus pecados junto a las bestias huérfanas.
Pero, a diferencia de ellas, él no vestía ningún disfraz. Su atuendo consistía en el delantal negro, la camisa y la sonrisa. Los llevaba todas las noches, y los llevaba cuando conoció a Demian. Pero en cuanto oyó su petición, la sonrisa se le esfumó del rostro.
—No calificas —escupió, con desprecio.
—Anda, vamos... Te aseguro que lo haría muy bien.
—Ya te lo he dicho —insistió Typhoon. Se inclinó por encima de la barra y le dijo, remarcando cada palabra con crueldad—: no eres como ellos.
Demian se giró para observar a las bestias. Una (la acróbata que estaba en el escenario, enredada entre los lazos de seda) era esbelta y tenía el cabello teñido de rubio y rojo. El segundo (Demian lo identificó por el collar) estaba con la espalda apoyada sobre una columna. Era muy atractivo y no mostraba ningún interés en las miradas que le arrojaban los clientes como dardos envenenados.
—¿Quién es él? —preguntó Demian.
—SCHERBEROS[2].
Demian se volteó hacia Typhoon, algo turbado. En verdad no estaba a la altura de aquellos dos.
—¿No tienes algún trabajo para ofrecerme? Lo que sea.
Typhoon alzó las cejas, divertido. Tenía dinero para contratar un sirviente.
—Está bien. Sígueme.

—Dios… —dijo Demian. Pensaba que nada podría superar al vertedero de Urimagüe Town, pero en ese sitio los olores se habrían levantado para saludarle—. Dios —repitió.
Ante él se desdibujaban, con toda su odiosa y pestilente suciedad, unos enormes confesionarios de barrotes oxidados. Demian se tambaleó y se aferró de una puerta de metal. Asqueado, sacó la mano como si se hubiese quemado, observando con patética repugnancia la lámina de baba traslúcida que se le escurría por los dedos.
—Tienes que limpiar las cuatro jaulas antes de las cinco de la mañana —dijo Typhoon—. Te pagaré cuando termines. —Y sin decir más, Typhoon cerró la puerta de la Cámara de las Bestias.
Durante el día, las jaulas cumplían la pacífica tarea de mantener las bestias encerradas. Allí, ellas descansaban de la noche y digerían las comidas ganadas con sudor y esfuerzo animal. Pero las jaulas sabían su secreto y por eso las bestias las odiaban. Detrás de los barrotes se escondía su miserable y verdadera naturaleza: la mugre de sus uñas, sus excrementos y su orina, el pelaje maloliente y los parásitos internos. Las jaulas eran el infierno y Typhoon, el Caronte carcelero.
Pero ellas no odiaban a Typhoon, ¿cómo hacerlo?
Ellas lo amaban con toda la furia de sus corazones de bestia porque era el único que les daba cobijo. Cada cinco años, un nuevo animal transgénico creado en Jezabel llegaba a sus brazos y Typhoon lo cuidaba con todo el sangrante amor de quien se arrepiente de sus pecados.
Cuando Demian se metió en la primera jaula para limpiar las heces, sintió una extraña conexión con aquel aroma rancio y penetrante. Una sensación de deja-vù que bien podría haberle adjudicado al sueño y al hambre.
Pero no era cierto, porque la jaula sintió lo mismo.
Lo que Demian percibió fue que conocía al animal que dormía allí durante el día. Pero eso era absurdo, imposible, ridículo.
—¿Hola? —exclamó, dándose la vuelta.
—¿Quién eres tú?
Demian se sobresaltó y cayó sentado sobre los excrementos. Un chico flaco y enjuto le miraba desde la jaula más pequeña, sosteniendo una manzana entre sus manos. Le dio una mordida a la manzana y el sonido de succión retumbó en la sala y en los oídos de Demian como un gigantesco gong.
—Mierda... casi me matas del susto.
El chico abrió la puerta de la jaula y salió.
—Lo siento —se disculpó—. No te conozco, ¿eres nuevo?
Demian frunció el ceño y parpadeó. Podía ser que fuera culpa del sueño pero bien parecía que estaba contemplando un fantasma. Blanco como la cera, como la nieve, como la coca, el chico-fantasma sonreía con unos dientes tan blancos como la cera, como la nieve y como la coca, y una lengua rosada y sedosa lamía el jugo que fluía de la manzana. Demian sintió náuseas. Odiaba el olor de las manzanas. Y también odiaba los fantasmas.
—¿Vienes de una fiesta de disfraces o qué? —rió, sacudiéndose los pantalones, contemplando con sorna aquella pequeña alimaña blanca. El fantasma juntó sus cejas pálidas por encima de sus ojos rosados. Ups. Demian no se acordaba el nombre de aquella enfermedad. Albi… Albi… ¿Albinismo?—. Oye, lo siento, no quise...
—Está bien —susurró el albino, encogiéndose de hombros—. Hoy no me sentía bien y Typhoon dejó que me quedara descansando —comentó, abriendo su boca coralina y engullendo la manzana de un bocado. Demian observó con repulsión los dos enormes dientes nacarados—. Pero ya me siento mejor.
—Qué bueno.
—Me llamo BUNNY[3] —exclamó el albino, chupándose los dedos, limpiándolos en su trajecito de satén rosa y alargando una mano pálida.
—Demian —respondió, estrechándola. Fue entonces cuando, teniéndolo ahora tan cerca, pudo confirmar su sospecha: sacó la lengua con una mueca y puso los ojos en blanco. El chico permaneció impávido, con la mirada perdida.
Como bien lo había imaginado: era ciego.
Y no era humano.
Con los sentidos extasiados, Demian se abalanzó sobre él.

FIN


[1] Tabby: gato atigrado, en inglés.
[2] Juego con el nombre de Cerbero, el perro del Inframundo.
[3] Bunny: conejito, en inglés.

Comments (2)

On 18 de marzo de 2009, 17:10 , Angela Arias Molina dijo...

Este cuento me ha gustado... hay tanto misterio, toda una intriga detrás de los personajes. Incluso podría ser parte de una novela, ¿no te parece?

 
On 27 de marzo de 2009, 3:59 , Zafrii dijo...

Esta muy bien, pero creo k es muy predecible...sin haber leido sus continuaciones, creo k podria revelarte el final...demasiado predecible...deberias de guardar algo de intriga en su interior, no revelarlo todo.