DE ORO Y SANGRE



Era una pesadilla dentro de un sueño. Austin no sabía quién era el arquitecto de aquella alucinación, pero estaba seguro de que algo allí no era real. ¿Podía ser el humo que se elevaba sobre la multitud, como los alientos de miles de amantes? ¿Acaso eran las luces de macabra fantasía que ondulaban por encima de sus cabezas, efectuando perfectas danzas sincronizadas?
Succubus era la discoteca más grande del Barrio Francés. Allí el alcohol era barato. En realidad, allí todo parecía ser barato.
O tal vez eso era lo que le gustaba pensar a él.
Austin oyó un silbido casi ofídico, como el ulular de una serpiente amplificado por un altavoz, y una bruma que olía a ropa rancia fue colándose por entre los jeans, las zapatillas gastadas, las pieles desnudas y las pulseras de cuentas de plástico.
Se giró, y en su combinado de frutas y vodka se meció por un instante un relámpago entre violáceo y azul. Bajaron las luces. Succubus pareció achicarse o simplemente hacerse más sólido. Todos los presentes se congregaron alrededor del escenario y una música cadenciosa y sibilante comenzó a planear en derredor, alentando las almas inquietas y anunciando el milagro.
Se oyó un chasquido metálico, como el de un enorme gong golpeado con una cuchara de cristal. El cristal se hizo añicos y una lluvia de papeles brillantes bautizó a la gran multitud, ansiosa y expectante. La música se transformó. Eligió palabras obscenas y los presentes sólo se inquietaron más. Morían de ganas de contemplar aquellos prodigios, pero las profetas no aparecían.
Entonces, el silencio.
Y luego, la explosión.
Una vaharada de gritos etílicos estalló en medio de los aplausos y del firmamento se desprendió el primer lazo mágico. Después, el segundo. Aquellas cuerdas tenían que ser muy resistentes y estar firmemente sujetadas de ese cielo...
La primera acróbata era rubia y la segunda, pelirroja. Austin (que había visto en la calle el afiche que las vendía como malabaristas gemelas) se llevó una grata sorpresa al ver sus cabellos diferentes. Parecían lluvias de oro y sangre. Las gemelas eran imponentes y hermosas y la gracia con la que se movían en el aire, enredadas entre aquellos lazos épicos, parecía sacada del libro de instrucciones para ser mariposa.
Los lazos no existían.
Las gemelas volaban.
No había otra forma de explicar que aquellas sedas resplandecientes (las alas) no las sostuvieran por un instante y que ellas no cayeran. Había algo maléfico y a la vez, gloriosamente divino.
La gemela rubia quedó colgando de un lazo violeta. Sus dedos se enredaron alrededor de la tela, sus pies suaves patinaron sobre ella y su cuerpo quedó expuesto en una posición imposible.
Colgaba cabeza abajo.
La piel era lisa, muy blanca, y estaba maquillada con tonos rosa. Las dos vestían pequeños trajes ajustados que no dejaban nada librado a la imaginación.
Las gemelas eran hermosas, sí. Las gemelas eran pálidas, también.
Las gemelas eran hermosas y eran pálidas, pero Austin supo que eso no era lo único que eran. Tenían algo oscuro y amenazador, algo que no podía explicar pero que de todas maneras estaba allí, bailando con ellas entre los lazos de seda y goteando por sus pieles como el sudor que se les escurría por los rizos y la purpurina que adornaba sus cuellos. Algo que era tan real como las mismas gemelas y lo que no era real era que fuesen humanas.
Porque las gemelas no eran (no podían ser) humanas.
Ningún humano podría haberse retorcido entre las sedas como aquellos idénticos y perfectos cuerpos, ningún cabello humano brillaba con tanta rabia, ningún ojo humano miraba de aquella forma y... ningún humano era tan hermoso.
La gemela pelirroja dio una vuelta en el aire (el mismo aire pareció rasgarse con su peso y las afiladas puntas de su cabello) y se sujetó de las manos de su hermana.
Y entonces Austin prestó atención a sus manos.
No era posible que ningún acróbata tuviera las uñas tan largas. Se preguntó si acaso no se lastimaban la una a la otra mientras ensayaban. Entonces lo supo: las gemelas no ensayaban. Las gemelas debían de tener algún sistema secreto para que sus pensamientos huyeran flotando desde un cerebro y penetraran en el otro... algún mecanismo obsceno y despreciable, algo que obligatoriamente tenía que ser pecaminoso. Pero, de todas formas ¿no se lastimaban?
¿Y cómo sería la sangre de las gemelas? ¿Tendría el mismo color del cabello de la pelirroja? ¿Tendría acaso el sabor metálico del oro?
Seguramente que sí.... y seguramente que no. Cada cosa en esas acróbatas era única, pero única sólo en ellas dos: no había que olvidarse de que eran gemelas. Cada una debía de conocer el cuerpo de la otra sólo por verlo reflejado en sí misma. ¿Qué habría de misterioso en un cuerpo igual al propio? ¿Acaso un lunar, una mancha, una peca?
Nimiedades.
O tal vez ni eso.
Austin quería saberlo, quería averiguarlo, quería poder estar seguro de que eran gemelas idénticas…


Las calles del Barrio Francés no solían portarse así. Antes, cuando Austin todavía podía llamarse a sí mismo un ser humano más, las calles eran filas rectas, quietas y silenciosas.
Cierto, la droga. Entonces no eran las calles. Su cerebro estaba empañado, como la ventana de los autos que dormitaban bajo el refugio de la noche. Empañado, sucio, atormentado. Vacío. Vacío de ideas, de esperanza y de ganas de vivir. Su felicidad estaba a dos metros bajo tierra, junto al cadáver de su hermano Alan.
¿Cadáver? ¿Cuál cadáver, joder?
¿Y qué le había ocurrido a Alan?
¿Podría él... podría Austin saber algún día qué le había sucedido?
Austin no creía en fantasmas. No creía en Dios ni el Diablo. ¿Verdad?

Nosotros somos Dios...
...Y también somos el Diablo...


Austin se giró. El viento frío y la debilidad le jugaron en contra: en sus venas profanadas todavía burbujeaba la magia narcótica. Intentó enfocar bien la vista. Veía una mancha roja y una mancha amarilla. Veía sombras de colores que se acercaban. Quería gritar.
—Somos Dios y somos el Diablo, ¿vienes con nosotros?
—¿Vienes? Somos Dios y somos el Diablo... Te ofrecemos el paraíso que tanto deseaba tu hermano.

...Tu hermano...


—Sí, Alan lo deseaba... te lo ofrecemos. Porque somos Dios y somos el Diablo...
—Lo somos. Te ofrecemos el paraíso.

...el paraíso...


Austin sintió que un peso tremendo se descargaba sobre su cabeza. Vio luces de mil colores. Vio cómo las calles del Barrio Francés jugaban a las escondidas y el negro de la noche se mezclaba con el negro sucio de los contenedores de basura.
—¿Vienes?
En medio de la alucinación, supo que debía ir con ellas.

Las gemelas caminaban rápido y Austin tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder seguirlas. Se sentía como flotando en la luna. También tenía calor, pero eso no importaba. La noche apagaría el fuego. En su propia enajenación, pudo ver que las gemelas se habían cambiado de ropa. Ya no vestían los graciosos trajes de acróbata. Ahora llevaban jeans rotos y deshilachados y camisas de colores chillones que resaltaban su piel blanca como la leche. Varias veces se dieron la vuelta, para sonreírle, y Austin pudo ver que sus bocas estaban maquilladas con un carmín idéntico.
—Ten cuidado.
Se apoyó sobre un muro. Estaba mareado y el calor ya le resultaba insoportable. Cuando alzó los ojos, jadeando, vio que las gemelas estaban de pie junto a una puerta.
Una puerta...
Respiró profundamente, o al menos lo intentó. Sus pulmones se llenaron de un olor rancio y hueco, de un olor que había permanecido siglos enterrado bajo las tumbas del Barrio Francés...


ANTICUARIO POSEIDONIS
Joyería - marfiles - porcelanas - muebles
arañas - objetos de arte - cuadros - estatuas



El cartel de madera estaba tallado a mano. Austin pudo saberlo porque su madre se había dedicado a tallar madera hacía, ¿cuántos? ¿Cien, doscientos, quinientos años? Desde la muerte de su hermano, el tiempo se había partido en dos y él había caído por un hoyo sin fondo... un hoyo frío, oscuro y atemporal.
Austin estaba perdido en ese mundo atemporal. Podía sentirlo.
La gemela pelirroja extendió una mano pálida de preciosas y afiladas uñas carmesí. Su boca se curvaba en una sonrisa de bufón y sus ojos, siempre abiertos y atentos, lo contemplaban con la profundidad de unas pupilas que han visto demasiadas muertes.
—¿Vienes? —susurró. Su voz era aguda y delicada, como el silbido del viento que se cuela por las rendijas de las ventanas en una noche tormentosa. Austin tomó su mano y ella, con un tirón suave, hizo que se adelantara.
Austin jamás había visto tan cerca los ojos de alguien tan hermoso. Aquella joven tenía que ser parte de la alucinación, porque esa belleza sobrehumana no podía ser real. Tal vez adivinando su pensamiento, la gemela dejó escapar una risita ahogada, tan sólo un despojo de risa, una vibración de las cuerdas vocales. A Austin le llegó su aliento a chicle de fresa. Se relamió. La gemela alzó sus cejas y su sonrisa se hizo más evidente.
En un envío de labios, le dijo:
—Entremos. Aquí estaremos más cómodos. —Y Austin oyó que la puerta chirriaba. Se giró. La gemela rubia ya había entrado y sus pisadas sonaban como en un eco invertido: cada vez se oían más fuertes. Así, de espaldas, tuvo una perfecta visión de aquel cuerpo. El encantamiento comenzaba en sus pequeñas botitas de charol negro; Austin podía ver cómo brillaban las hebillas, captando los despojos de luz. Las piernas esbeltas estaban enfundadas en jean hasta el hueso de la cadera, que se incrustaba en la carne comenzando la curva cóncava de la estrecha cintura.
Se oyó otra risa. Y la puerta que se cerraba.
Austin barrió el lugar con la mirada. Vaya chiquero.
—Hey... ¿viven aquí? No es yo viva en un palacio, pero...
—No vivimos aquí —dijo la rubio, girándose—. Esta es la casa de... un amigo nuestro. —Y le guiñó un ojo. Él estornudó.
—Joder... —jadeó Austin. Todo estaba revestido por una gruesa capa de polvo de siglos, y las arañas ya habían edificado una reluciente megalópolis fantasma—. ¿Y este es el paraíso del que hablabais? —rió, con un estremecimiento. Había algo allí que le daba escalofríos. Oh, sí, había algo en el aire, algo asqueroso, algo sucio, algo que era aún peor que toda aquella mugre—. ¿Qué es este lugar? —replicó.
La gemela rubia se le acercó, con su andar ondulante, meneando las caderas.
La tienda parecía demasiado repleta de cosas. Como si sus antiguos dueños ni siquiera se hubiesen molestado en desvalijar el sitio antes de marcharse. Estaba abandonada. Las estanterías se elevaban hacia el techo como piezas de dominó y estaban repletas de botellitas minúsculas, velas, estatuillas, frascos rotulados y varillas de incienso. Había libros desperdigados por el amplio mostrador cubierto de polvo, por el suelo, en las vitrinas.
—Es la casa de un amigo —aseveró.
—¿Y dónde está ese amigo?
Las gemelas intercambiaron una mirada, una sonrisa, un centelleo en sus ojos.
—Está en el paraíso.
—Sí, sí, vaaale... —calló Austin, acercándose a ellas. La pelirroja alzó las cejas. La rubia, sonrió—. Las he visto en Succubus. Erais vosotras, ¿verdad? —preguntó, quitándole a la rubia la telaraña que se le había enredado entre la melena.
—Claro —exclamó la pelirroja—. Nosotros también te hemos visto a ti.
Mentirosa. ¿Lo habían visto a él entre los cientos de hombres babeantes?
—Sí, te hemos visto.
—Te hemos reconocido entre todos esos hombres...

Entre todos esos hombres... te hemos reconocido.
Te hemos, visto, sí... ¿vienes con nosotros?
Somos Dios... y somos el Diablo...
Te reconocimos... entre todos esos hombres...


—¡Parad...! —sollozó Austin, agarrándose la cabeza—. ¡Dejen de gritar, que no estoy sordo! —Cuando abrió los ojos, vio que las gemelas lo miraban sorprendidas—. Lo siento... no sé lo que me pasa. Sí, sí lo sé... —Se echó a reír, frotándose el brazo izquierdo, allí donde mil años antes (o tres horas antes) se le había clavado la varita del hada madrina, llenándole las venas de humo. Las gemelas también rieron.
Lo disculpaban. Oh, bellas acróbatas, bellas artistas. Dulces criaturas divinas que lo habían recogido de la calle, cual perro vagabundo, para otorgarle una noche amena... ¿Cómo podría él agradecerles su bondad, si tan sólo era un espejismo del pasado, un reflejo de la nada, un muerto viviente atemporal y distante?
—Al contrario, nosotros te agradecemos que aceptaras venir con nosotras.
—Ven, síguenos, te mostraremos el resto de la casa.


Subían por una escalerilla de caracol que parecía interminable. Devorado por la oscuridad más hambrienta, Austin temía poner un pie fuera del sitio y caer hacia el abismo. Con suerte, las telarañas le amortiguarían la caída.
La pelirroja hizo a un lado una cortina de terciopelo negro, y un largo pasillo sutilmente iluminado se extendió ante ellos. Confundido, Austin quiso saber de dónde venía la luz.
Y la vio allí, encarcelada tras el cristal de una ventana empañada por el aliento del encierro: una luna obesa luego de haber cenado las pesadillas de mil mortales.
Dio un respingo cuando oyó el chirrido de una puerta. Se había oído como el lamento de un animal herido.
—Entra —susurró la rubia, empujándole por la espalda.
A pesar de que no había nadie más ahí, la pelirroja cerró la puerta (el animal volvió a sollozar). Era el inicio de un ritual ya preparado; la puerta cerrada era el comienzo, la señal, la sentencia.
La oscuridad descendió sobre ellos como una sábana tejida con hilos de noche. Él se quedó allí, muy quieto. Sobre el suelo de madera se oyó el murmullo de los zapatos que caen, el de la ropa que se desliza. Austin sintió que unas manos tibias se colaban por debajo de su camiseta, que unas uñas afiladas pero inofensivas le hacían cosquillas en el vientre. Levantó los brazos, y la camiseta huyó en una danza aérea.
La gemela que estaba detrás suyo le empujó hacia la cama. Una risita aguda se oyó por encima del retumbar de su corazón.
Austin quiso forcejear, quiso luchar, quiso resistirse.
—Eres mío, mon amour —dijo la rubia. La pelirroja suspiró y asintió. Austin gritó. La gemela rubia había sacado un cuchillo pequeñísimo del interior de su sostén—. No te resistas…
Y se lo acercó al pecho, al corazón. Le hizo cosquillas con el filo, pero no lo clavó. Austin sintió que un calor abrasador le incendiaba los sentidos. Cerró los ojos: un chispazo de luminiscencia blanca como la leche estalló frente a sus pupilas y lo envolvió con su furia.
—Adiós, mon amour —dijo la voz de la gemela rubia. Entre las vetas luminosas del túnel de luz, Austin vio el rostro de ella, sonriente. Lo saludaba agitando la mano.
—¿Quiénes sois? —preguntó desesperado, mientras la luz tiraba de él.
—Yo soy Dios —dijo la gemela rubia.
—Y yo soy el Diablo.
Austin dejó de luchar contra la fuerza que lo arrastraba… y dejó que su alma atravesara el túnel de luz. Ese día se reencontraría con Alan.
—Gracias —susurró.
—Descansa en paz —contestaron las gemelas.



Comments (4)

On 23 de junio de 2009, 2:08 , Oberon dijo...

Dioss que relato mas bueno,me gusto mucho.Escrives libros o algo? porque deverias dedicarte a esto eres muy buena.


Xaoooo

 
On 23 de junio de 2009, 4:38 , Zafrii dijo...

Es muchisimo mejor que el anterior, Nimphie. Me ha gustado muchísimo...Sigue así preciosa.

 
On 23 de junio de 2009, 8:28 , Sofía Olguín dijo...

Muchas gracias, Oberon, Zafrii^_^ Pues sí, escribo novelas y relatos, aunque todavía no me han publicado :(

 
On 1 de julio de 2009, 10:50 , Enrique Palacios dijo...

Sumamente extenso, pero interesante... saludos!