EMILIENNE
Emilienne, mi dulce Emilienne. Zafiros de fantasía en las pupilas, lluvia de oro en el pelo, ardiendo bajo las luces de las callejuelas miserables. Brazos desnudos, tobillos desnudos, cuello esbelto y cremoso y desnudo acariciado por la luna de septiembre. Querubín de un paraíso inventado, demonio de los infiernos flotantes. Boca de fruta madura; lengua de seda bordeando los labios y los dientecillos de perlas marinas. Sonrisa diabólica, sonrisa angelical. Pies descalzos, uñas de cristal pulido, rodillas de pétalos de rosa y piernas eternas.
Quién pudiera tenerte, Emilienne, mi dulce Emilienne. Quién pudiera conservarte… quién pudiera encerrarte en una jaula de oro, alejarte de las calles prostituidas.
Emilienne en la hipnótica quietud del sueño, Emilienne en las pesadillas de la madrugada, Emilienne en el vino, en el agua y en cada suspiro otoñal.
Emilienne entre las sábanas de lino egipcio y entre las almohadas de plumas arrancadas a los ángeles muertos. Emi para los adinerados, Lienne para los confundidos. Emilienne para mí, para el mundo, para la noche pederasta y los timbales del burdel. Emilienne para las sedas de oriente y el baladi frenético, pero Emi bajo las cortinas vaporosas de los lechos desconocidos.
Emi hace temblar las cuerdas de la lira, Lienne tuerce su cadera y los brazos, abre su boca, suspira… suspira, y el burdel parece abrir sus fauces y querer devorarlo. Las luces lo acarician, lo lamen, lo elevan hacia el altar más obsceno de los dioses paganos. Los espirales de incienso lo penetran, lo violan, ocultan su rostro de la plebe desvergonzada. Emilienne se arquea, se quiebra, se rompe. Emi sacude su cabello incendiado, Lienne abre sus ojos de zafiros robados de la cueva de las maravillas. Emilienne se pone de pie, sacude su faldón de sedas de oriente. Perlas de sudor chisporrotean en su labio superior. Oh, mi dulce Emilienne. Qué amarga es la miel de tu boca, qué dulce es tu pasión dormida, regalada, vendida; amortizada ya, conservada ya, pulida ya por cientos y cientos de amantes nocturnos. Nocturnos y diurnos, amantes ricos, amantes pobres, amantes brutos, amantes muertos, amantes enloquecidos ante el susurro mudo de sus labios afrutados, ante la llamada insoslayable de sus caderas perfumadas con sándalo hindú.
Oh, Emilienne. Emi, diva ofídica y desvergonzada. Lienne, serpiente de los desiertos sumergidos. ¿Cómo se sentirá tu mordida, Emilienne? Tus dientes filosos, tu boca sensual, la caricia trémula de tus cabellos de fuego fatuo, fuego enardecido, fuego violento. ¿Qué tan profundo, Emi, Lienne? ¿Qué tan profundo puedo recorrerte, amarte, arrasarte?
Emi. Lienne. Emi, te deseo. Lienne, te anhelo. Emilienne, te deseo, te anhelo. Emilienne, te busco; te busco entre las cortinas de humo purpúreo, entre las cortinas de piedrecillas multicolores, entre las cortinas de los lechos usurpados. Emi para la luna, Lienne para las estrellas. Emilienne para la noche, las noches, las madrugadas y los amaneceres errantes. Emilienne, te busco. En el interior de las pipas llenas de opio, en el fondo de las copas de brandy, en las diosas blancas, polvorientas y ciegas. Emilienne, mi dulce Emilienne. ¿Quién ha pagado por ti esta noche? ¿Quién ha sido asaltado en los bulevares húmedos y pedregosos? ¿A quién estás llevando a la ruina?
Préstamos llevan tu rostro, viudas maldicen tu nombre. Emi. Lienne. Emi en el azul del cielo. Lienne en la sangre huérfana del ocaso asesinado. Emi en el fuego que me abrasa, llama dorada como el manantial de tu cabello ardiente. Paraísos has dejado en bancarrota. Legiones enteras de infiernos has llenado de almas que agonizan de pasión.
¿De qué estás hecho, Emi, Lienne, mi dulce Emilienne? ¿De qué ritual blasfemo han surgido tus piernas eternas? ¿Qué ha dado forma humana a la blancura de tu pecho de mármol? ¿Eres dios, el diablo, la muerte? Emi es dios, Lienne es el diablo y ambos son la muerte. La muerte es balsámica, carnal y venenosa. La muerte tiene ojos azules y pelo rojo encendido. La muerte baila, enredada entre sedas, entre alas de mariposa.
Emilienne, te busco, ¿dónde te has escondido? El burdel se hincha, respira, se sacude. Emi se ha retirado hacia las profundidades de un paraíso melancólico, de un abismo espectral. Lienne está detrás del lienzo. Emi con las piernas cruzadas, Lienne oliendo dulce entre los braseros que queman hierbas proféticas. Emilienne recostado en un lecho de fantasía, contemplando las estrellas que apuñalan la tibia medianoche. Emi abre la boca, Lienne habla, Emi pregunta. Yo respondo, Emilienne sonríe. Las velas resplandecen en sus ojos, en su pelo, en su piel cremosa. Las monedas tintinean en los bolsillos cuando mi ropa cae al suelo. Cantan, susurran, agonizan. Las monedas limpias se juntan con las monedas sucias. Manchadas de sangre unas, manchadas de barro otras. Emilienne sigue sonriendo, sonrisa angelical, sonrisa diabólica. La cama cruje, el suelo cruje, sus huesos crujen. Su boca se humedece, sus piernas me rodean, sus ojos de zafiros se entornan en medio de un sopor celestial. Emilienne, mi dulce Emilienne.
¿Quién vendrá después de mí? ¿Otro pobre diablo, un mercader, un conde, un rey? ¿Quién morirá para que alguien pueda comprarte? Emi ríe, Lienne suspira. Emilienne sabe de toda la sangre que se ha derramado en el mundo por él, por Emi, por Lienne, por el calor de sus entrañas, la pasión de su lengua laboriosa. Emi lo comprende, Lienne lo sabe, a Emilienne le gusta. Disfruta del caos que ha creado sin mover un dedo, sin alzar la voz.
He matado, Emi; he matado, Lienne. He matado una, dos, tres veces. Y ese oro que te he dado, Emilienne, es robado, ¿lo ves? Está sucio, huélelo, tócalo, lámelo. Huélelo como he hecho con tu pelo; tócalo como he hecho con tus piernas; lámelo como acabo de hacer con cada dulce recoveco de tu cuerpo comprado.
Emilienne en la noche, Emilienne en la madrugada. Emi en la pipa del opio, en la jarra del vino, en la sal de mis lágrimas, en el azúcar del café. Lienne para siempre, por siempre Emilienne. Ríe, sí, ángel, demonio, diva, serpiente. Ríe y búrlate de la inocencia de este mundo que has destrozado con tus caderas.
-¿Cuántos años tiene Emilienne? –le pregunté esa noche al proxeneta del burdel. Me miró, lo miré, entrecerró los ojos, confundido. Se cruzó de brazos, pensando en Emi, pensando en Lienne.
-Parece de quince o dieciséis –dijo alguien al pasar.
-Imposible, trabaja para mí desde hace cinco años. Antes trabajó para mi primo en Estambul.
-Y antes estuvo en Grecia.
-¡Y en Egipto!
-¡En India!
-¡Irak!
-¡China!
Emi, Lienne. Emilienne entre los almohadones esponjosos de su lecho, sumergido en los vapores del whisky, húmedo de propuestas indecentes. Abrazado por cuerpos nuevos; besado, atravesado, sacudido, vapuleado, vaciado, extenuado. Resucitado. Emi para los adinerados, Lienne para los confundidos. Emilienne eternamente, sí. Para mí, para ti, para él. Para todos.
La eternidad tiene un nombre y se llama Emilienne.
Nimphie Knox